Un relato de Pepe Varela. Publicado no seu blog da Voz
La lámina de azabache tendida sobre el agua represada se dilataba un centenar de metros río arriba, en la base del cañón que formaban las pendientes laderas. Nacía a los pies de un corriente blanda arrugada en crestas redondas y brillantes, para morir coronando un azud acolchado por el musgo. La quietud del aire tibio de la media tarde de julio depositaba sobre la superficie acuosa una vaporosa capa de seda negra, que se hacía espejo oscuro por la tupida sombra de la bóveda que armaban los fresnos y los alisos. En las orillas, el verdor de las falsas acacias desplegadas se repetía en una imagen untuosa que se interponía como una pantalla para escamotear el lecho y sus misterios.
Pero un pálpito presentía que allí estaban las truchas. Con pisadas cautelosas, tanteando el piso para minimizar las ondas que iban a anunciar la intrusión sobre el plano exacto del espejo líquido, se imponía la ortodoxia del método. Selección y jerarquización de objetivos y empezar con lances cortos, ejecutados con dulzura para acariciar la tersura del agua. Cacheando las impenetrables oscuridades abrigadas por los helechos, por las raíces que el estiaje aireó, con presteza pero sin improvisación, con temple. Uno tras otro, en ese espacio menguado, ocho peces respondieron con fiereza al meticuloso paso de la Meps dorada del doble cero.
Tres de las truchas fueron indultadas por la talla, pero alguna de las otras cinco compensó holgadamente el tamaño de las chicas. La secuencia completa tal vez no se haya prolongado más allá de media hora, después de varias de pesca con cuatro capturas en el cesto, pero fue de tal intensidad y precisión, que colmó el ánimo con semejante paz que puso fin a la jornada. Cualquier otro intento, haber cedido a la tentación de la codicia, dejarse seducir por nuevos escenarios aguas arriba, tiznaría el regalo de la plenitud serena.